El
presente ensayo tiene como objeto realizar una lectura del cuerpo y su
inscripción en el discurso de lo marginal, a propósito del personaje central del
cuento “La doble y única mujer” del escritor Pablo Palacio. Para el efecto se revisará
brevemente la producción artística de Palacio en el contexto literario de su
época, se realizará una rápida descripción de los mecanismos literarios que
emplea el autor para construir el texto, luego se pasará a analizar la
presencia emergente del cuerpo entendido como un espacio políticamente neutro
sobre el que se vuelcan diferentes dispositivos y tecnologías de control, tal
como señala el filósofo francés Michael Foucault, realizando un cruce con la
teoría de la performatividad
propuesta por la filósofa norteamericana Judith Butler a fin de plantear en
último término la necesidad de una interpretación renovada del canon corporal
relacionado con los diferentes personajes que circulan por la literatura
ecuatoriana.
Palabras clave: literatura ecuatoriana, vanguardia, realismo
social, cuerpo, marginalidad, exclusión, performatividad, lenguaje, bío-poder.
1. Palacio, el
escritor de los márgenes
Durante
las primeras décadas del siglo XX la Literatura Ecuatoriana ensaya una rápida
transición desde el Modernismo, influenciado principalmente por los escritores
franceses Baudelaire, Rimbaud y Verlaine, y cuyos principales representantes en
el ámbito local serán los escritores de la denominada Generación de los Decapitados:
Medardo Ángel Silva, Ernesto Noboa y Caamaño, Humberto Fierro, y Arturo Borja; hacia
una producción literaria fuertemente influenciada por el realismo social y el
compromiso político, de la mano de autores como José de la Cuadra, Jorge Icaza
y Joaquín Gallegos Lara, cuyo tema central, por su parte, se volcará a narrar
las terribles condiciones de vida de los sujetos marginales: indios y montubios,
poniendo énfasis en el contexto social y económico en el cual tienen lugar sus variadas
existencias.
En
efecto, la marginalidad de los cuerpos aparece descrita en obras clave de esta
corriente literaria tales como: Los que
se van (1933), o Huasipungo
(1934), como el compendio de una terrible experiencia vital, cuyo retrato corporal
será descrito siempre en relación directa con una profunda necesidad de denuncia
y reclamo social.
Es
precisamente en medio de ese entorno que aparece el escritor Pablo Palacio (Loja
1906-Quito 1947) con una propuesta de carácter Vanguardista, rompedora con el discurso
literario dominante y centrada en ensanchar la matriz discursiva de la
literatura ecuatoriana al realizar un acercamiento hacia lo que podríamos
llamar los otros productos residuales
generados por el poder.
Acostumbrados
en la literatura de la época a que la marginalidad tuviera como espacio de
conflicto el entorno rural de los personajes, y en menor medida el entorno
urbano, la propuesta de Palacio nos sitúa al interior del cuerpo como una plataforma
de conflicto en sí misma, una plataforma llena de contradicciones que atenta y
pone en entredicho los discursos de normalidad, revelando que sobre ciertos
cuerpos limítrofes se precipita toda clase de discursos disciplinarios tendientes
a la creación de una infinidad de prácticas articuladas con el poder.
En
efecto, los personajes centrales de sus cuentos no serán indios ni montubios,
sino personajes urbanos, mestizos, en ocasiones migrantes, de diferentes
orígenes sociales, cuyo conflicto principal se centrará en las vicisitudes a
las que son empujados bien por sus actividades entendidas en ocasiones como inmorales
o ilícitas o bien por la propia deformidad de sus cuerpos.
No
cabe duda que buena parte de la obra de Pablo Palacio presenta una singular
lectura del imaginario corporal así como de las convenciones sociales que
posibilitan, privilegian o castigan tales cuerpos, de tal forma que el cuerpo
del homosexual en el cuento Un hombre
muerto a puntapiés, es ajusticiado en plena vía pública, el cuerpo del antropófago, en el cuento del mismo
nombre, palidece tras las rejas luego de haberse ensañado con las carnes de su
hijo, el cuerpo de las siamesas, en el cuento que nos ocupa, se ve sometido a
la terrible disyuntiva de vivir en la marginalidad de un poder que ha diseñado un
canon de cuerpos privilegiados insertados plenamente en la realidad y otros
cuerpos abyectos cuyas trayectorias vitales transcurren bajo la permanente
amenaza de la reclusión en el sanatorio o en la cárcel entendidos éstos como
espacios de corrección[1].
Situado
lejos de la corrección política en una época marcada por la asfixiante presencia
del conservadurismo católico, tachado de escritor carente de compromiso por sus
colegas cercanos a la obsesiva militancia político-partidista[2],
Palacio emerge desde los márgenes para construir un proyecto singularísimo, cuya
presencia habrá de ensanchar el espacio desde el que es posible interpretar la
realidad, dotando a la literatura ecuatoriana de una nueva plataforma de
creación literaria centrada en unos personajes que portarán en sus cuerpos, a
manera de conductas reprobables o terribles distorsiones corporales, las marcas
del poder.
2.
Lo que nos cuenta Palacio
El
cuento La doble y única mujer forma
parte del libro Un hombre muerto a
puntapiés, publicado por Pablo Palacio en la ciudad de Quito en el año de 1927.
El cuento es protagonizado por una pareja de siamesas cuya composición
corporal, tal como señala la narradora en primera persona del cuento, es la
siguiente: “Mi espalda, mi atrás, es, si
nadie se opone, mi pecho de ella. Mi vientre está contrapuesto a mi vientre de
ella. Tengo dos cabezas, cuatro brazos, cuatro senos, cuatro piernas, y me han
dicho que mis columnas vertebrales,
dos hasta la altura de los omóplatos, se unen allí para seguir –robustecida-
hasta la región coxígea.”[3]
El
personaje principal del cuento se autodenomina Yo-Primera, en complemento a su contraparte Yo-Segunda, cuya experiencia transcurre subordinada a la voluntad de
su hermana.
Luego
de una muy interesante introducción a su peculiar forma de habitar el mundo, La
doble y única mujer nos cuenta rápidamente sus orígenes remitiéndonos a unos padres
ricos y nobles. La madre, dada a lecturas “perniciosas
y generalmente novelescas”, recibe, mientras dura su embarazo, la nefasta visita
de un médico quien le da a observar varias estampas surrealistas en las que
aparecen cuerpos distorsionados, dislocados y absurdos, lo que impresiona de
tal forma a la pobre mujer que su visión devendrá, en último término y en un
curioso ejercicio de humor Palaciano,
en la concepción de una pareja de siamesas. En una subsiguiente demostración de
ironía Palacio, en voz de su personaje, concluye: “No son raros los casos en que los hijos pagan estas inclinaciones de los
padres: una señora amiga mía fue madre de un gato”, y cuidadosamente añade:
“Ventajosamente procuraré que mis
relaciones no sean leídas por señoras que puedan estar en peligro de
impresionarse y así estaré segura de no ser nunca causa de una repetición
humana de mi caso.”
El
descarnado humor de Palacio sigue adelante y se ceba esta vez con la terrible
experiencia de alumbramiento que tiene la madre (“todo esto se lo he oído a ella misma –dice La doble y única
mujer- en unos enormes interrogatorios que
la hicieron el médico, el comisario y el obispo, quien naturalmente necesitaba
conocer los antecedentes del suceso para poder darle la absolución”), y la
impresión de pavor que generó en el médico y en el ayudante la visión de aquel
cuerpo duplicado.
Luego
de este evento la actitud de la madre raya en una cierta compasión insultante, mientras que el padre encuentra una
interesante afición consistente en emprenderla a patadas sobre el cuerpo de
nuestro atribulado personaje. Años más tarde la maravillosa estampa familiar se
verá amenazada por el interés que demuestra el patriarca en internar a La doble
y única mujer en un hospicio. Sin conocer claramente el alcance de aquellas
palabras ésta indaga entre los empleados de la casa llegando a enterarse de las
torturas y humillaciones que sufren los pacientes recluidos. Esta situación generará
la desesperación de La doble y única mujer, quien termina humillándose ante su
progenitor con el propósito de que éste se abstenga de materializar su espantosa
amenaza. Agobiado por escena el hombre dice en voz alta: “éste demonio va a acabar por matarme”, tras lo cual el sujeto,
aficionado también a golpear a su mujer, se suicida produciendo el regocijo de
su hija, quien concluye: “no volví a ver
a mi más grande enemigo.”
Finalmente,
hacia los 21 años, La doble y única mujer se separa (se libera) definitivamente
de su madre, y beneficiada por una considerable herencia se establece en una
casa en donde debe adecuar apropiadamente los espacios para dar cabida a las
curiosas necesidades de su cuerpo ensayando modificaciones en sillas, mesas y
tocadores. En otro toque de humor, Palacio nos dice que lo que impide a su
personaje acudir a otras casas es precisamente la ausencia de éstos muebles. Y
sin embargo La doble y única mujer visita muy ocasionalmente el hogar de una
amiga en la que conoce a un “caballero
alto y bien fornido” cuya inquietante presencia será motivo,
previsiblemente, de la más aguda de sus crisis.
En
efecto, la presencia del caballero en cuestión genera una rápida escisión en la
idea de totalidad que sostiene sobre sí misma La doble y única mujer, quien
atisba por primera vez la posibilidad de la existencia de un conflicto entre
sus dos mitades, tanto es así que “Mientras
Yo-primera hablaba con él me aguijoneaba el deseo de Yo-segunda, y como
yo-primera no podía dejarlo, ese placer era un placer a medias con el
remordimiento de no haber permitido que hablara con yo-segunda”. Como
apunta Palacio, las cosas con aquel hombre no pasaron a más porque simplemente
no era posible, no obstante la experiencia profundiza la dualidad de aquel
cuerpo ahondando las diferencias que afloran en medio de la insalvable y ahora
detestable unicidad.
Ya
hacia el final el conflicto irresoluble de ambos cuerpos unidos entre sí parece
prolongarse planteando a La doble y única mujer una suerte de duda ontológica
respecto de su papel en el mundo. La respuesta parece ser la soledad y el
aislamiento. Una última fatalidad del destino se ceba sobre ella al aparecer en
sus labios una extraña proliferación de células, de neo-formaciones que la
avocan a la angustia y a la profunda y agobiada sensación de rechazo hacia su
cuerpo y es en este momento que la narrativa de Palacio se acerca de tal forma
a la comprensión del sufrimiento de su personaje que termina diciéndonos:
“Esta dualidad y unicidad al fin van a
matarme. Una de mis partes envenena el todo.
(…)Desde que nací he tenido algo
especial, he llevado en mi sangre gérmenes nocivos.
…Seguramente debo tener una sola alma…
¿Pero si después de muerta, mi alma va a ser como mi cuerpo…? ¡Cómo quisiera no
morir!
3.
Al principio, una cuestión de lenguaje…
“…he sentido una insistente comezón en
mis labios de ella…”
Resulta
clarificadora la recomendación que vierte La doble y única mujer, personaje
central y narradora en primera persona del relato, a los gramáticos y
moralistas que lean sus atribuladas vivencias. A todos ellos pide “perdón por todas las incorrecciones que
cometeré (…) para los posibles casos en que pueda repetirse el fenómeno, la
muletilla de los pronombres personales, la conjugación de los verbos, los
adjetivos posesivos y demostrativos, etc. (…) creo que no está de más asimismo,
hacer extensiva esta petición a los moralistas en el sentido de que se molesten
alargando un poquito su moral y que me cubran y me perdonen el cúmulo de
inconveniencias atadas naturalmente a ciertos procedimientos que traen consigo
las posiciones características que ocupo entre los seres únicos.”
A
diferencia de los escritores del Realismo Social que en un remarcable esfuerzo
dan cabida al habla cotidiana de negros, indios y montubios, lleno de “palabras
mal pronunciadas, giros errados del lenguaje, sintaxis ingenua”[4],
Palacio anticipa la ausencia de un lenguaje que permita interpretar
apropiadamente el mundo.
Es
precisamente sobre este aspecto que Palacio da un paso más allá al convertir el
lenguaje no solo en una incidencia más de la vida cotidiana, sino al plantear
que el lenguaje es el ámbito desde el cual se construye e interpreta la
realidad. Ahora bien, tras la lectura del texto sabemos que lo que molesta a La
doble y única mujer no son las injusticias sociales, sino la incomodidad que le
produce el contexto en el que se desarrolla su vida avocándola a la necesidad
de crear, aún desde sus propios despojos, un lenguaje cuyos alcances buscan
poner en tensión la normalidad patriarcal y conservadora de los años 20´y 30´
del siglo pasado.
Efectivamente,
ya en la exploración de su propia identidad, es importante recordar que a lo
largo del texto La doble y única mujer, omite cualquier referencia a nombres
propios que reemplacen a los ya mencionados Yo
primera y Yo segunda, de tal
forma que el acto de nombrar un cuerpo entendido como la forma de introducirnos
en la realidad social no se da al borde la pila bautismal como quiere la
tradición cristiana tan en boga por aquella época, ni por obra de un acto
fundacional como sería la imposición de un nombre a cargo de los padres, sino
por obra de una creación eminentemente personal y arbitraria que mantiene el
carácter difuso de los cuerpos y que nos lleva a considerar al personaje
central como producto del interés de Palacio por explorar hasta las últimas
consecuencias ese mundo fragmentado y distorsionado que ha creado para sus
personajes.
En
consecuencia ¿Dónde está el “Yo”, es decir la identidad del personaje? Palacio
nos habla de un “Yo-Ella”, indisoluble. Al inicio del cuento, Palacio nos dice
en voz de La doble y única mujer: “en un
momento dado pudo existir en mí un doble aspecto volitivo”, tras lo cual
indica que primó una voluntad, por lo que, en definitiva, “existe dentro de este cuerpo doble un solo motor intelectual que da
por resultado una perfecta unicidad en sus actitudes intelectuales”. Luego
apunta que “De manera que, al revés de lo
que considero que sucede con los demás hombres, siempre tengo yo una
comprensión, una recepción doble de los objetos.” Tanto es así que ésta
situación revela no sólo el conflicto en el que se encuentra sumido el
personaje, sino la permanente necesidad que tiene de (re)nombrar y
(re)interpretar el mundo.
Alargando
un poco esta idea podríamos incluso plantear que el cuento se constituye abiertamente
en una plataforma desde la cual es posible no solo fragmentar el mundo narrando
una experiencia vital construida desde la marginalidad, sino, y apelando al
estatus ontológico del relato, podríamos concluir que el texto de Palacio se
encuentra en el punto en que surge la imperiosa necesidad de proceder a una re-significación
completa de la realidad poniendo en conflicto las nociones más básicas que
forman parte de la vida cotidiana.
4.
El cuerpo en conflicto que pretende escapar de
la totalidad
El
personaje o más bien la singular pareja que constituye el doble personaje
central del cuento remite a una totalidad venida a menos, resulta imposible
evitar una comparación entre La doble y
única mujer con el famoso Hombre de
Vitrubio de Leonardo Da Vinci, solo que en esta ocasión el ideal
renacentista encarnado en lo masculino deviene en la grotesca figura de una
mujer de principios del siglo XX, cuya totalidad manifiestamente retorcida
anticipa la asimetría de una visión postmoderna del mundo y huye de la concepción
totalizadora (y totalitaria) de ciertos discursos políticos extremistas, problematizando
la centralidad y la totalidad, anhelando en último término más bien la fractura,
la escisión del cuerpo aún a pesar de las cicatrices expuestas, todo en aras de
su eventual liberación.
Es
precisamente este doble cuerpo femenino, conflictivo en sí mismo, un cuerpo que
ha surgido y ha vivido al margen de la normalidad, un cuerpo desplazado de la
centralidad de los discursos de poder y avocado en consecuencia a la censura el
que, convertido en epítome de la diferencia, plantea una curiosa alteración del
mundo, una suerte de torsión del espacio para dar cabida a las necesidades de
su cuerpo.
Efectivamente,
en medio de su afán de recomponer el mundo, La doble y única mujer adapta su
entorno a la peculiar situación que deviene de su cuerpo y nos cuenta cómo el
espacio material que la rodea es rediseñado ampliamente. Fuera de su casa, sin
embargo las cosas no marchan de la misma forma por lo que el personaje opta
finalmente por recluirse. Las escasas ocasiones en que abandona su morada se
convertirán en verdaderas encrucijadas vitales tal como veremos más adelante.
A
este respecto puede resultar muy interesante el aporte que podemos extraer,
para el análisis del presente texto literario, de la teoría de la
performatividad propuesta por la filósofa norteamericana Judith Butler, a
partir de los trabajos de Michael Foucault y Jacques Derridá. La referida
teoría apunta a que todo acto se encuentra precedido por un marco discursivo
que demanda de sí precisamente la realización de aquel acto, creando a su
alrededor una serie de dispositivos de control que marcan los límites y
alcances del mismo, límites tales como normalidad-anormalidad,
moralidad-inmoralidad, legalidad-ilegalidad, al respecto Butler señala con
relación al género que es la materia central de su tarea filosófica. “Así, dentro del discurso heredado de la
metafísica de la sustancia el género resulta ser performativo, es decir que
construye la identidad que se supone que es. En este sentido el género siempre
es un hacer, aunque no un hacer por parte de un sujeto que se pueda considerar
pre-existente a la acción.”[5]
Allí
donde leemos género, podemos leer también cuerpo. De esta forma nos resulta
fácil comprender la discordancia que resalta al contacto entre una corporeidad
conflictiva como es el caso de La doble y única mujer, con un entorno normativo
derivado de discursos de corte patriarcal y conservador imperantes en la época
y cuyos perversos coletazos experimentamos hasta el día de hoy.
Consecuentemente esta situación encuentra su epítome al momento en que el
personaje, en medio de la visita a una de sus pocas amigas, experimenta una
fuerte atracción hacia un hombre, generando una fuerte confrontación interna.
Veamos lo que nos dice Palacio: “Primero,
¿era posible para él sentir deseo de satisfacer mi deseo? Segundo, ¿esperaría
que una de mis partes se brindase, o tendría determinada inclinación, que haría
inútil la guerra de mis yos?
“Tal vez había un pequeño resquicio,
pero ¡era tan poco romántico¡
¡Si se pudiera querer a dos!”
“Nadie puede quererme, porque me han obligado
a cargar con éste mi fardo, mi sombra; me han obligado a cargarme mi
duplicación.”
En
efecto, es precisamente esta totalidad conflictiva y adversa la que nos habla
de la posibilidad de la separación como anticipo del quiebre de los discursos
totalizantes, de aquellas posturas políticas que pretenden explicar y tornar
plausible el mundo a fuerza de reducir la diferencia, y es asimismo esta
permanente e irresoluble disputa la que nos permite comprender a Pablo Palacio,
muerto él mismo en medio de la locura, como un autor capaz de situarse gracias
a su literatura de los márgenes en un ámbito inusitadamente innovador en el
panorama de las letras ecuatorianas.
5.
Lo marginal en Pablo Palacio como una clarificadora
lectura de la realidad
A
manera de conclusión podemos señalar que en medio de las múltiples lecturas a
las que nos remite la obra de Pablo Palacio, el análisis de la inquietante presencia
de cuerpos limítrofes en su obra, entendidos como superficies cruzadas de manera
transversal por las prácticas y discursos del poder, permite una interpretación
de su obra capaz de aportar nuevas posibilidades al análisis de la construcción
del canon corporal que cruza la realidad ecuatoriana durante la primera mitad
del siglo XX.
En
efecto, es importante enfatizar que el realismo social contribuyó de manera
encomiable a la descripción de una realidad lacerante y aportó con ello un
extraordinario material para el análisis de las relaciones de poder en el
contexto de una interpretación cercana al materialismo histórico. Sin embargo
ha quedado pendiente un exhaustivo análisis de los mecanismos performativos que cumplen con una
pasmosa eficacia una labor de clasificación de los cuerpos, creando una
centralidad y una marginalidad de seres cuyas trayectorias vitales no deben
ceñirse únicamente al análisis de clases.
Ya
para terminar, es necesario señalar que lo importante en la literatura de Pablo
Palacio, a diferencia del realismo social cuya preeminencia en la literatura
nacional condena, en un nefasto ejercicio de omisión, a nuestro autor durante
largos años al olvido, es remarcar que en sus páginas no se adivina un mundo
perfecto al que llegar después de una suma de tribulaciones (una suerte de
paraíso de los trabajadores), ni un camino definitivo y único (la lucha de
clases, la militancia política o los métodos revolucionarios) sino, por el
contrario, un permanente devenir de eventos cuyo ritmo cotidiano estará marcado
por un poder evanescente que se hace presente (se hace carne) en todas las
facetas de la existencia y cuya extraordinaria plasticidad marcará la vida de una
serie de cuerpos cuyos gestos más significativos irán encaminados a generar
micro-subversiones, micro-rupturas de ese tejido casi inasible de prácticas y
dispositivos de control.
Y
es precisamente la brevedad de la vida del propio Pablo Palacio, quien fallece
internado en un sanatorio mental con poco más de cuarenta años cumplidos,
después de crear una obra a todas luces innovadora dentro de la narrativa de la
época, lo que nos revela la contingencia y la fragilidad del propio individuo,
así como su extraordinaria participación y responsabilidad en la construcción
del relato entendido no solo como un ejercicio estético, sino como un complejo
retrato de la realidad y el mundo.
________________________________________________________________________________
BIBLIOGRAFÍA
Butler, J. (1990). El género en disputa. México:
Paidós.
De la Cuadra, J.
(1990). Doce Relatos, Los Sangurimas. En J. De la Cuadra, Cuento: Banda de
Pueblo. Quito: Libresa.
Focuault, M. (1998). Vigilar
y Castigar. Madrid: Siglo XXI Editores.
Palacio, P. (1985). Obras
Completas. Quito-Ecuador: Círculo de Lectores.
Palacio, P. (s.f.). Un
hombre muerto a puntapiés.
Robles, H. (1980).
Pablo Palacio: El anhelo insatisfecho. Cahiers du monde hispanique et
luso-brésilien, 141-156.
[1] (Focuault, 1998)
[2]
Imposible omitir el alegato a favor de la corrección ideológica que le lanza el
también escritor Joaquín Gallegos Lara, ícono del realismo social, quien a
propósito de la novela de Palacio La vida
del ahorcado, dice: “Al pretender
negar el realismo social ¿…acaso no está pretendiendo negar que la literatura
sea (…) un arma contra la explotación y a favor de la sociedad que creará una
sociedad sin clases? (…) tiene un concepto mezquino, clownesco, desorientado de
la vida, propio en general de las clases medias…”
(Robles, 1980).
[3] (Palacio, Obras Completas, 1985)
[4] (De la Cuadra, 1990)
[5] (Butler, 1990)