He aquí, a propósito del nuevo año, la primera parte de mi relato:
La Muerte de García Márquez
1
Despertar
Todas
las mañanas el mundo entero se recompone frente a la ventana de Mateo. El
momento justo, porque ya se escucha desde el departamento contiguo los primeros pasos y los primeros trastos
arrojados contra el piso. Es un instante fugaz: el cuerpo recobra su forma y la
palabra su contenido, mientras bajo el brote de agua tibia de la bañera, Mateo
rememora el cuerpo de su amante y lo desdobla hasta grabar sobre su piel todos
los nombres: Adriana, Lizbeth, incluso Lucía
que alude a aquellos seres portadores de la luz, o Cecilia que significa estar
ciega, padecer de ceguera, como la justicia; y los cincela con paciencia
infinita en sus muslos, en su cuello y en su vientre.
En el
dormitorio, sobre la cama, aún dormitaba Amelia. Mateo se acercó, se reclinó
sobre ella y le depositó en los labios un beso largo y sin pausas. Los dos contuvieron
el aliento y ninguno se atrevió a abrir la boca, hasta que entre ambos estalló
una risa espontánea. Se rozaron los dientes, se golpearon sus narices y el aliento
renovado de Mateo inundó la boca de Amelia, mientras que el suyo, seco y denso,
producto de las largas horas de sueño, se desfogó viciando la de su compañero,
-Tengo frío-
musitó ella al momento de replegarse nuevamente en medio de las sábanas.
Apenas unos meses atrás Mateo estaba empeñado
en un curioso proyecto: escribir una serie de relatos cuyo tema central era el
ajedrez. ¿El ajedrez? Le preguntó Amelia. Al cabo de poco tiempo empezó a
documentarse. Sobre su escritorio aparecieron sucesivamente el libro de Nabokov
que narra la vida de un melancólico jugador, las crónicas de los legendarios
choques Fischer-Spassky de 1972, y un cursillo por tomos que los seguidores del
régimen soviético publicaron en Latinoamérica como forma de ganar adeptos para
la nomenklatura.
Sus primeras
incursiones en el tema arrojaron resultados medianamente aceptables. En el
juego propuesto de establecer metáforas entre el combate ajedrecístico y el
universo cotidiano empleaba elementos extraídos de la realidad y de sus
experiencias personales. En uno de los textos se mostraba propicio a comparar
el juego del ajedrez con la disposición y el cuidado de unos jardines en los
que le gustaba sentarse a hojear sus libros. También había tratado, con menor
éxito, de establecer relaciones entre el juego y las manifestaciones cíclicas
del poder, tres de los cuatro movimientos de una sinfonía, o los variados
trazos de una pintura contemporánea. Todo parecía encajar maravillosamente y
denotar también que el mundo parecía creado sobre un tablero en el que, desde
tiempos inmemoriales, se desarrollaba una partida mágica y alucinante.
Poco tardó en abandonar la iniciativa
poniendo en remojo sus concepciones literarias y replanteando el alcance de su
arte, llegando a preguntarse, una solitaria tarde de noviembre, ¿qué es la
literatura? ¿por qué dedicarle tantas horas? ¿cuál es su utilidad y misterio?
Respecto a tales dudas, Mateo adquirió una
sola certeza. Nadie ha leído todos los libros. Tampoco existe ser vivo, en
ninguna parte, que vaya en camino de hacerlo. Es algo que le produce una
intensa alegría: saber que a pesar de su empeño aún le quedan cuentas
pendientes, deudas por saldar consigo mismo y con sus autores favoritos. Ni Jorge
Luis Borges leyó por completo al irlandés James Joyce, ni él mismo, está
seguro, dará cuenta, incluso al cabo de varios años, de su lista de textos pendientes.
No todos los grandes escritores son tan brillantes como para dedicarles una
atención eterna. Ninguno de ellos merece una fidelidad incuestionable. Es el
secreto de los especialistas, leer los libros fundamentales, hojear los menos
interesantes y descartar el resto.
Pero pensar,
analizar, inventar, no son actos anómalos, son según Borges la respiración
natural de la inteligencia. Borges aspiraba al superhombre. Mateo aspira, una
vez que se apresta a tomar el desayuno y salir a la calle, a ordenar
mentalmente todos y cada uno de los instantes de su día para poder alojar,
incluso en las horas de la madrugada, unos minutos en los que dar forma a sus
propias correrías y elucubraciones literarias.
Trabaja como corrector de estilo en una
pequeña editorial. Toda una proeza si se atiende a las simples matemáticas.
¿Cuántas personas llevan un libro entre las manos? ¿Cuántas tienen interés de
leerlo en el trayecto de vuelta a casa? Si en medio de su desconcierto todavía puede
confiar en un reducido círculo de amistades, constituido por escritores todavía
jóvenes, desafortunados y huidizos como él, no puede evitar sentirse mortalmente
desalentado mientras constata las limitadas perspectivas que le ofrece el
empleo que le ha tocado en suerte. Piensa en todo ello mientras abandona el
departamento que comparte con Amelia y se sube a un taxi que rápidamente es
absorbido por una larga y congestionada avenida cuyo ritmo cansino y adverso
marcará el resto de la mañana.
Es una rutina que
conoce perfectamente, ascender al octavo piso por un elevador de luces opacas,
paredes verdes y aspecto de cámara frigorífica, avanzar con la mano oculta en
el bolsillo y rebuscar pacientemente las llaves, sacudirlo todo: la gabardina,
el saco y la camisa e ingresar a las oficinas con paso corto y mesurado. En el
instante recibe una mirada afilada, debe entregar las primeras correcciones de
un texto que le han asignado para su lectura y emprender, en caso de que la
oferta de su autor suba ostensiblemente, todos los cambios necesarios.
El texto
que se encuentra revisando se llama en su versión de pruebas: “La Muerte de García Márquez”, en sus
páginas el autor ha dispuesto para el genial escritor colombiano unos funerales
magníficos. Al féretro lo acompaña, previsiblemente, un tren envuelto en una
nube de mariposas amarillas, mientras en medio de la fosa cavada bajo un árbol
centenario alguien ha colocado una silla para que la corrupción final, la que lo
devolverá a la tierra, lo alcance en la postura con la que regaló al mundo alguna
de sus mayores obras. Termina la narración con una imagen desafiante, en un
salón amplio y resonante, de aquellos en los que se aguarda pacientemente el
transcurso de la eternidad, se han dado cita decenas de escritores, entre ellos
se encuentran: Cervantes, Flaubert, Melville, Proust, Tolstoi, Mann, Borges y
quizá también, en algún rincón apartado, Hemingway y Faulkner. Aquellos que
como Albert Camus o Roberto Bolaño, que han muerto demasiado pronto, se
consuelan mutuamente bajo una ventana de resplandores otoñales. El resto
charla, se admira y muestra una disposición favorable para dar la bienvenida al
recién llegado.
Sin
embargo el escritor colombiano, que no da crédito a lo que ven sus ojos, ingresa
al recinto con el gesto desencajado. El resto de escritores responde intimidado
y molesto. No les cabe la menor duda, piensan, ha llegado el momento largamente
esperado. ¿Cuál de ellos ha escrito la obra más grande? Se proponen numerosas
alternativas para determinarlo: el número de páginas, el número de ediciones,
el número de lectores. Borges queda descartado al mocionar que se preste
atención a criterios más excelsos. Finalmente, luego de fuertes discusiones se
logra consenso para proceder con una selección de carácter salomónico, cada
escritor deberá recrear en los pisos y en las paredes del amplio salón,
fragmentos de sus obras más notables. Aquel que resista la prueba hasta rubricar
el punto final habrá vencido.
Una inagotable catarata de
palabras se apodera de las tablas del suelo, de las paredes, de los
revestimientos de madera, de las ventanas, de los armarios y de las finas y
asombrosas arañas de bronce en cuyos extremos los más avezados han anudado
largas tiras de papel manuscrito. Uno a uno los escritores van desfalleciendo
mientras a su alrededor como un reguero de sangre densa y parduzca las marcas
de tinta permiten leer algunas de las páginas más brillantes jamás escritas… el ser, el dolor, el tiempo y la memoria...
Los únicos que llegan a la meta son los escritores jóvenes, muertos a
destiempo, en la cúspide de sus ciclos creativos, por decirlo así en la flor de la vida. Aquellos a los
que las musas inspiraron hondamente y los dioses reclamaron muy pronto.
Precisamente Camus y Bolaño, cuyos libros, además, apilados por los extremos,
uno encima del otro, sobrepasan los seis metros de altura. Seis metros de
gloria literaria, alrededor de veinte kilos de palabras, un kilo de comas, unos
seiscientos gramos de puntos. Treinta y tres peldaños tomaría a cualquier
mortal acceder a la cúspide y adentrarse, ni más ni menos, que en el Olimpo de
la Literatura.
¿Es
cierto? ¿Puede la muerte convertirse en motivo de ironía? ¿Qué misterios
esconde que nos resulta tan fascinante? Aquello que inconscientemente
resaltamos del fallecimiento de otro ser es la maravillosa capacidad de revelar
nuestra propia condición de fragilidad, así como nuestra finitud y miedos.
Desde su infancia Mateo alberga en su cabeza una sola imagen relacionada con el
temor que le produce la muerte. Vuelve a ella cada vez que levanta la mirada
hacia lo alto: desde el claro intervalo de dos nubes se desprende una hilera
formada por todas las aves del cielo cuyo descenso no sólo opaca los resplandores
del sol sino que produce un estruendo sobrecogedor y espantoso.
Lleno de
un ligero optimismo abandona la editorial sin charlar con nadie, es el
resultado que le producen ciertas lecturas. Amelia lo conoce de sobra, lo ha
visto adentrarse por horas en la revisión de un libro y pasar largas jornadas
de introspección y silencio.
Tras abandonar el ascensor de
paredes verdes y aspecto de cámara frigorífica y al caminar por un parque y
enfrascarse en sus reflexiones sin reparar en el bullicio que producen los
funcionarios públicos en busca de lugares para el almuerzo, Mateo comprendió
que quizá ya no regresaría a la editorial para completar su jornada de la
tarde, excepto para retirar sus pertenencias y devolver la llave olvidada, y
que con toda seguridad al día siguiente lo abandonaría todo y que la semana
próxima, qué duda cabe, estaría en camino de empezar una nueva vida, siempre a
pesar de los malentendidos con Amelia y con la familia, de las explicaciones
eternamente insuficientes, porque el momento mismo de declarar su fidelidad a
la Literatura se abría ante él un camino lleno de molestias y estrecheces, de largas
temporadas de cavilación matizadas por la soledad, la excentricidad y el
abandono.
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